La pandemia, inédita e imprevista, nos obligó a un aislamiento que muchos vivieron como falta de libertad, como una especie de encierro domiciliario.

En el comienzo, nos tuvimos que aislar fuertemente, pero fue un distanciamiento físico, no vincular, ya que, si disponíamos de tecnología, la comunicación era posible.

Muchísimos argentinos quedaron fuera de esta posibilidad por la tremenda injusticia de no tener conexión o de no disponer de dispositivos tecnológicos adecuados. Son a los que “la escuela en casa” les llegó a través de los cuadernillos. Para el resto, la institución educativa dijo presente en las pantallas.

Los docentes hicieron el enorme esfuerzo de aprender en tiempo récord las TIC (tecnologías de la información y la comunicación), si es que no lo habían hecho antes, y además humanizarlas. Tratar de que el afecto atraviese la pantalla y el alumno se sintiera acompañado, contenido e invitado a pensar.

Un esfuerzo inmenso de docentes, de padres y de alumnos, ya que nada hubiera sido posible sin la colaboración de la familia, que en forma inédita tuvo que resolver en una misma escena lo doméstico, lo laboral y lo escolar. De pronto, el afuera y el adentro perdieron su borde, su frontera.

Y, en ese contexto, cada escuela, cada docente, cada familia, cada alumno hicieron lo posible, por lo que suena ahora muy injusto escuchar la frase “fue un año perdido”.

El accionar pedagógico no puede evaluarse con términos de mercado: ganar o  perder. Los que así lo sienten es porque ponen el énfasis en los contenidos que no se pudieron abordar.

Claramente, nuestro sistema educativo tenía exceso de contenidos y demasiada repetición.

Desde esa lectura podemos decir que no fue un “año perdido”. Lo no aprendido en 2020 se aprenderá después.

Nos queda recuperar y valorar los aprendizajes significativos: salud, enfermedad, prevención, cuidado del planeta, colaboración en lo doméstico, uso de las pantallas con fines pedagógicos y, muy especialmente, encuentros inéditos entre padres e hijos, ya que el acompañamiento en lo escolar produjo mayor conocimiento del hijo (talentos y dificultades y su particular modo de aprender).

Nos queda cuidar y potenciar la alianza familia–escuela, renovada en estos tiempos.

Nos desafía pensar en una escuela que eduque para la libertad, ya que a más educación menos ignorancia y menos posibilidad de esclavitud.

La escuela tiene que convencer a sus alumnos de que mientras más conozcan, más libres serán. Podrán tomar decisiones inteligentes sobre sus vidas y nadie los obligará a vivir a contramano de sus deseos.

La pandemia puso en evidencia claramente el principio (tan repetido) de que los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás.

Que nuestro cuerpo individual (al que podemos libremente elegir, cuidar o descuidar) forma parte de un cuerpo social, por lo que hay que cuidarse también para cuidar al otro.

Que la libertad entendida como hago lo que quiero, donde quiero y cuando quiero es la expresión del no registro del otro y de la ausencia total de empatía.

Que ejercer la libertad haciendo fiestas clandestinas es un acto de irresponsabilidad individual y social.

Aislamientos

El aislamiento no fue ni es una cárcel con ausencia total de libertad. Quizás, si se permite la metáfora, es como una “jaula de puertas abiertas”.

Y ahí se juega la libertad individual. Ahí se decide si salir o no salir, si cumplir o no con los protocolos, con las restricciones.

Y ahí habría que reflexionar sobre tantos modos de vivir presos con o sin pandemia.

¿Presos en la lucha por sobrevivir sin sueños? ¿Presos de la desesperación de no tener trabajo? ¿Presos del miedo? ¿Presos de la nefasta y empobrecedora repetición?

Nos cuidemos para no perder la vida y para cuidar al otro a sabiendas de que la muerte nos espera a todos.

Volvamos a poner de pie una escuela renovada, donde el ejercicio de la libertad responsable se traduzca en autoría, en protagonismo, en libre expresión y en creación de un pensamiento colectivo que convoque a las nuevas generaciones a construir un mundo menos amenazante, más hospitalario, y donde la vida cobre plenitud de sentido.

Fuente: La Voz