La pandemia ha cambiado el paradigma clásico de la educación. Para quienes tenemos muchos años vinculados a la docencia, las formas de relacionarnos con nuestros alumnos se han modificado de modo sustancial.

Al principio, las dificultades fueron manifiestas, propias de las limitaciones que traen aparejadas la virtualidad y la falta de contacto personal. Pero lo interesante fue la enorme posibilidad de encontrar caminos originales que ubiquen a los estudiantes en el centro del sistema educativo, alentándolos y entusiasmándolos a constituirse en artífices de su propio destino.

Como lo planteaba a comienzos del siglo 20 el filósofo norteamericano John Dewey, el sistema educativo debe girar en torno de los estudiantes, no al revés. Es decir que el sistema se debe adaptar a los cambios, de manera rápida, para no perder el tren de la historia.

Frente a una situación excepcional, y “gracias” a la pandemia, ha vuelto a tomar fuerza la necesidad de terminar con el aprendizaje de antaño, que consistía en una mera imposición de contenidos al alumno, en el cual cumplen un papel pasivo, como meros receptores que serán evaluados y calificados mediante un número arábigo que supuestamente refleja la fidelidad y la precisión con la que repiten textos que a veces ni siquiera comprenden. Una verdadera irracionalidad.

Es indispensable reemplazar ese mecanismo vetusto por un progresismo pedagógico diferente, que subraye el juego experimental de los alumnos. Que transforme a cada educando en un verdadero artesano del conocimiento, con capacidad para construir su formación en libertad y utilizando insumos adicionales que él mismo haya seleccionado, para darle valor agregado a lo que recibe de manera lineal.

Justamente, quienes se destacan son aquellos que pueden ofrecer un relato único de una asignatura, con ejemplos imaginados o recreados por ellos, que en muchos casos sorprenden a los docentes por su solvencia.

La destreza y la habilidad, cualidades principales de los artesanos, imprimen un estilo particular, por lo cual, a diferencia del trabajo mecanizado, las construcciones, aunque parezcan similares, son todas diferentes, ya que depende de lo que ponga cada uno en el esfuerzo por lograr un producto único y de calidad.

En el caso del conocimiento, hablamos de calidad educativa, donde el compromiso para lograrlo es compartido por un docente que guía y un alumno que asume con responsabilidad individual el desafío de crecer.

Como bien dice Fernando Savater, “la experiencia nos revela que la aventura del ser humano en el mundo es dramática, basada en la incertidumbre”. Esto demuestra que el saber no es un acto desinteresado, sino que procura disminuir nuestro grado de incertidumbre frente al futuro. Es decir que, a través de él, buscamos dominio y seguridad para caminar con paso firme por el camino elegido. Lo que buscan quienes están en etapa de formación es dominio y seguridad, claves del éxito.

Las clases virtuales obligan a los docentes, más allá del nivel en que se desempeñen y la plataforma que utilicen, a sentarse con paciencia frente a una pantalla, la cual se encuentra dividida en una cantidad de pequeños recuadros, cada uno de ellos con la imagen de un alumno.

Allí podemos encontrar la diversidad en toda su magnitud. Algunos rostros atentos, con gestos disímiles y en apariencia interesados en la temática desarrollada; otros que sólo han puesto su nombre, detrás del cual uno desea suponer que también hay alguien, deseoso de aprender. También hay algunos más audaces, que cumplen con la asistencia a clase reemplazando su cara con bonitos paisajes que engalanan la pantalla.

En algunos casos, del otro lado se reciben consultas, repreguntas o comentarios que nos hacen sentir que estamos llegando a sus mentes y a sus corazones. En otros casos, se percibe un silencio que aturde, y aparecen muchas preguntas sin respuestas. ¿Estarán allí? ¿Interesa lo que estoy desarrollando? ¿Estoy haciendo lo mejor para llegar a ellos? ¿Vale la pena? ¿Estaré predicando en el desierto? ¿Soy lo suficientemente ameno?

¡Claro que vale la pena! Si bien la carga emotiva de cada alumno depende de su experiencia de vida y de su situación particular, hay que poner todo de uno. Sólo le exigimos al Estado las condiciones básicas de una democracia, que coloque todos nuestros alumnos en situación de participar en iguales condiciones y que la estructura sea lo más flexible posible, para que inteligentemente se vaya adaptando a las necesidades surgidas de la experiencia.

Como decía el pedagogo brasileño Paulo Freire, “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción”. Ese es el gran reto de la virtualidad. Hay que tomar conciencia del valor de la educación.

Educar quizá no cambie la lógica del mundo, pero seguro que cambia a las personas que van a cambiar al mundo.

*Profesor titular de UNC y UCC

Fuente: La Voz del Interior